Ya he contado otras veces que desde que he tenido consciencia de querer hacer música he querido también inventarla. Me coloco naturalmente en el lugar de la creación, no solo en lo musical.
Con el tiempo me he dado cuenta que esto no es muy habitual. En general las personas adultas
en vez de como artífices tienden a verse como receptoras, como espectadoras (o como se dice
últimamente en una horrible perversión del concepto de cultura y arte, como “consumidoras”).
Los sistemas de enseñanza tienen mucho que ver en ello, pero también el tipo de sociedad que
hemos ido configurando. Sin embargo, para avanzar en el conocimiento de algo es fundamental
practicarlo activamente. Componer es una de las maneras más eficaces que conozco de aprender
música y de avanzar en su conocimiento.
He de reconocer que durante mucho tiempo me costó ponerme la etiqueta de compositora.
Quizás tuviese que ver el hecho de ser mujer, algo que muchas personas creían incompatible con
la composición, por prejuicios y argumentos basados en falsas premisas. Hablo en pasado, pero
todavía existen esas personas, aunque ya no siempre lo expliciten porque resulta políticamente
incorrecto. Incluso cuando no se cuestiona nuestra capacidad las compositoras nos vemos
avocadas a reflexionar, explicar o valorar el hecho, aún extraño para la sociedad, de ser “mujeres
compositoras”. No me consta que le hayan preguntado a ningún varón heterosexual cómo afecta
esta circunstancia a su trabajo compositivo. En mi caso, cuando se me ha entrevistado, rara vez
se ha omitido la cuestión y la parte negativa es que se corre el riesgo de que la compositora
quede subsumida en la mujer.
Tradicionalmente nuestra sociedad ha mirado con muy malos ojos el que una mujer se apasione
en exceso por un arte o por dominar un saber. Desde siempre me pareció muy ilustrativo de este
sentir general el cuento de “Las zapatillas rojas”, que advierte a las niñas de lo cara que se puede
pagar la entrega a una pasión. Muy resumida, la trama es como sigue: la mayor ilusión de una
joven es ser bailarina. El diablo –camuflado en la figura del soldado- le ofrece unas zapatillas
rojas que la cautivan y que una vez puestas hacen que baile maravillosamente pero sin pausa,
hasta la extenuación, convirtiéndose finalmente lo deseado en una terrible condena. Se puede
leer como una versión “femenina” del Fausto, solo que aquí no hay redención y el desenlace es
realmente truculento: la bailarina solo podrá detenerse cuando le sean amputadas las piernas, y
tendrá que renunciar a sí misma y a su pasión por la danza para obtener el perdón.
Afortunadamente algunas nos negamos a cortarnos las piernas y hemos seguido bailando, y
aunque a veces seamos recriminadas como niñas malas no pensamos pedir perdón. La entrega
apasionada a una vocación, a una pasión, como quieran llamarla, ya tiene sin necesidad de
castigos diabólicos algo de don y de maldición simultáneamente, requiere muchísima dedicación
y tiene una dosis de insatisfacción infinita. En el caso de la creación musical, acabada una obra,
empieza a llamar a la puerta la siguiente; es una tarea sin fin que requiere de un tiempo siempre
insuficiente, que hay que extraer del flujo vital a veces penosamente. Pero también se articula
como una ilusión, como un proceso que se engarza en toda la vida interior, que conlleva una
manera de “escuchar el mundo” y por lo tanto de escucharse a una misma; en definitiva, una
forma de dotar de sentido al conjunto de experiencias que conforman la propia existencia. Cada
obra, una vez realizada, es realmente siempre algo misterioso e inexplicable, un delicioso
extrañamiento. Parte de la recompensa se encuentra en el proceso mismo; pero otra muy
importante en el diálogo activo con intérpretes, oyentes, estudiantes.
Para mí al menos, la mayor recompensa es ver mis obras suficientemente difundidas y
apreciadas; pero sobre todo que alguna vez, aunque sea ocasionalmente, susciten un ligero
temblor en alguien que escuchaba atentamente.
Escrito a petición de Jesús Mozo, que lo leyó en su concierto dedicado al día de la mujer en marzo de 2017, Valladolid.
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